¡Pam, pam, pam...!, la lengueta empujaba otra de las enormes grapas de 4 centimetros de longitud, las dos agujas penetraban en la madera y una de ellas resbaló sobre una veta más durá, asomó bruscamente y se incustró en la yema de mi pulgar.
- ¡Joder, hostias, coño...!.
La sangre manó y la frase del cliente surgió como un relampagó en mi mente.
- Ahora las horas no tienen valor... -habia murmurado contestando a mi pregunta.
- Te tengo que dar presupuesto de todo esto, ¿no...?, es que hay que sacar plantillaje y eso lleva unas horas -le pregunté esa misma mañana observando las fotografias que me habia traido. Una rinconera y un elegante sofacito con planta de riñón para dormitorio- joder y es que siempre me traeis un huesos de cojones.
- Y que no falten los huesos.
Huesos a precio de saldos...., le habria contestado, pero suspiré y empecé con el tipico interrogatorio sobre las medidas. Más tarde, cuando volvía quedarme a solas en el taller, me sentí débil, fatigado y rendido ante esa frase, ahora las horas no tienen valor..., tampoco mis años de experiencia, tampoco el deseo de hacer las cosas bien y con dignidad. Nada de eso contaba ya, pero era trabajo y fui sacando plantillas, marcando los tablones, diseñando los reposabrazos desmontables, cortandolos, montandolos y preparando esa mesura que mi padre me enseñó a hacer.
Mientras el aire comprimido impulsaba la lengueta y las grapas aseguraban las piezas entre si, recordaba a papá preparando aquellas mesuras. Eran unos apliques conicos que abrazaban las consolas de los sillones orejeros. Las cortaba con mimo y las aseguraba con tachitas que no clavaba del todo para luego poder retirarlas y moldearlas después con la sierra de cinta y con la raspa. Era un trabajo delicado y entretenido y a papá le gustaba hacerlo.
Pensaba en él y sonreía, gracias a ese aprendizaje iba clavando una especie de mesura al sofá del cliente, las grapas entraban en las medias lunas hasta que noté como una de ellas entraba y salía clavandose en mi pulgar.
- ¡Joder, hostias, coño...!.