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Me apetecía montar sobre Duna y me apetecía
visitar a Pablo, nunca había estado en su tapicería y el día era cálido, quizás
demasiado, ideal para cabalgar, incluso para serpentear tumbando un poco a la
custom entre los carriles de la avenida o para disfrutar de su ruido parado en
los semáforos, del motor en V girando redondo, casi con unos compases
perfectos, sin variaciones, sin toses ni temblores…, y después ese
característico clanck cuando engranas primera desde los largos mandos
avanzados, suena ese crujido y Duna se mueve, me empuja hasta la puerta de la
tapicería, hasta esa fachada que se mimetiza con ella.
Saludo a Pablo y a su hijo Salva que lleva en la mano dos enormes
bocadillos envueltos en papel de plata.
- Joder, os he pillado a punto de iros…, dame solo unos minutos, Pablo, para
que eche unas fotos.
El sonríe, Salva se va al bar
para ocupar una mesa y yo desenfundo el móvil con el flash activado. Son
pequeños fogonazos blancos y el sonido virtual de ese obturador que, de alguna forma, suena como
homenaje contínuo a otra forma de hacer las fotos.
Y esas patas despuntadas ya colocadas
en los sofacitos.
En el zaguán surge el universo del tapicero, decenas de muestrarios de
telas en las que los colores brotan como desde el estudio de un pintor, pero me
fijo en la colección de imitación a pieles de la firma Comersan, es la
tendencia llamada animal print…, y me encantan, incluso el tacto de la tela es
agradable y aterciopelado.
Un enorme cabecero se cuadricula y se acolcha tras dos sillas que
representan dos estilos, dos formas de concebir la estética, el estilo, el
sentido de la belleza. Una silla clásica, de
respaldo en madera vista y asiento tapizado contra una pieza que
recuerda mucho a los diseños de Arne Jacobsen, patas de acero cromado y un
asiento sin relleno, tan enfundado por un polipiel blanco, ya gastado y
fatigado.
Estilos antágonicos, distintas concepciones
de la funcionalidad y de la estética..., pero
igual de mimado por las manos de Pablo.
Y ya dentro del taller....
Rellenos de distintas densidades y
las infatigables máquinas de coser.
Pero no quiero molestar más y cuando monto sobre Duna le pregunto lo
mismo que suelo preguntar a todos los tapiceros de la vieja escuela.
- ¿A qué años te pusiste a trabajar..?.
Pablo suelta una carcajada comedida.
- Pues como todos, a los catorce.
La historia se repite, como la historia de mi padre y de la mayoría de
tapiceros que heredé de él. Pero Pablo alarga un poco más su respuesta y me
cuenta que estuvo diez años trabajando con Gonzalo Álvarez.
- ¡Ostras, con Gonzalo…!.
Cabeceo recordando la primera vez que Gonzalo entró en el taller de
esqueletaje; por aquel entonces mi padre vivía y trabajábamos juntos y aquel
tapicero, de cabellos rizados y modales serios y educados, rompía con todos los
perfiles de nuestros clientes. Creo que Gonzalo se formó como tapicero fuera de
España, él me habló de Francia y Pablo me apunta que también estuvo en Bruselas,
quizás por eso Gonzalo llegaba envuelto por unas maneras distintas, era
exigente y primoroso y, verdaderamente, exquisito con su selecta clientela.
Cuando nos encargaba algún esqueletaje sabía exactamente que quería y como lo
quería. Y de la mano de Gonzalo viví un episodio algo amargo; me puso en
contacto con el gerente de Vidal Grau
después de asegurarles que yo era un buen esqueletero y que podría hacer frente
a cualquier prototipo, pero le fallé y cuando me presenté en la nave de la
firma en Bétera, admití que no estaba en condiciones de hacer esas dos piezas.
Eran complejas, caras, trabajosas…, admito que me desbordaron, pero creo que
cuando no puedes abarcar algo, cuando eres consciente de que vas a fracasar
estrepitosamente, lo mejor es hacerse a un lado y llamar a alguien que sea
capaz de hacerlo y éso es lo que hice.
- Bueno Pablo, te voy a dejar que vayas a almorzar, que tu hijo ya le
habrá hecho un buen agujero a los cacaos y las olivas.
- Quédate a almorzar con nosotros, hombre.
- Gracia Pablo…, pero me voy al
taller ya, que tengo que hacer cuatro
sofás y ya voy con el tiempo justo…, bueno y es que así subo a casa y veo si mi
madre se ha levantado bien.
Pablo sonríe, me da la mano y Duna arranca, mientras él se encamina
hacia el bar, a almorzar con su hijo…, igual
que hacía yo con papá, después él se quedaba un ratito más a ojear el periódico.