sábado, 22 de septiembre de 2012

MI TALLER, LA VIEJA CARPINTERIA, MIS RECUERDOS.



     El pestillito de la cancela.

Las viejas puertas del taller.

    Las escuadras,
 la más grande perteneció a mi abuelo, 
al que nunca conocí.



     No sé cual es la razón, pero en mi casa nunca se llamó carpintería a la carpintería de mi padre, siempre fue el taller; de hecho cuando alguien se refería al taller como carpintería a mi me extrañaba.
    Yo mismo decía, con nueve o diez años, "me bajo al taller…", y por aquellos años me encontraba con montones de esqueletos de sofás y de butacas apiladas hasta el techo, tan solo quedaba un estrecho pasillo por el que pasar, mientras sus trabajadores, montaban los armazones, apretaban gatos o se gastaban bromas entre ellos que yo no entendía.

   Algunas tardes me dedicaba a recoger los restos de madera en un basquet y los llevaba al horno del tío Pepe, que estaba en la misma calle y en la misma acera. Era un horno que aún se alimentaba de leña y que siempre parecía estar encendido, como si siempre quedasen rescoldos allí dentro, al otro lado de la portezuela de forja, desde la que a veces se veían los destellos de las llamas. Cuando llegaba con mi basquet cargado de leña me esperaba el tío Pepe, siempre apoyado en su muleta y siempre con su piel como tiznada por la harina que escapaba de las masas y que quedaba flotando en el local, que parecía impregnar la atmósfera y la piel de los que allí trabajaban.

             Y ya en el peculiar universo del despacho.........


     Retrato de mi madre hecho por papá.


Facturas de mi padre que jamás logró cobrar.

Un viejo plano de Valencia.


  Cañas de pescar "al amot" 
     que mi padre hacía con las cañas 
                   que crecían en las orilla del Turia,             
        muy cerquita del taller.

   En aquella época todos los talleres
   tenían a sus musas ligeras de ropa,
 decorando las paredes..., 
en este caso, en las del despacho.


  A veces, mientras esperaba a que me diesen la propina por la madera, entraba alguna mujer con una cazuela de arroz al horno o con alguna calabaza. El tío Pepe, metía las cazuelas en el horno y con la afilada pala las colocaba dentro de aquel hogar siempre caliente y que lo mismo cocía el pan que bandejas con rodajas de patata aliñadas con aceite y pimentón rojo.
   Pero en mi calle ya no queda nada de aquellas vivencias, el horno ya no está y ahora las mujeres bajan a la casa de las comidas para comprar raciones de arroz al horno o de paella, el pan y su masa química, se cuece en hornos industriales alimentados con fuel, los niños no saben lo que es la madera y esos mismos niños meriendan bollería industrial.

  Las gubias y formones que heredé de Serafín, el viejo tornero que me enseñó a tornear cuando se jubiló y papá le compró el torno. Aprendí lo básico y hoy por hoy soy capaz de tornear cualquier pieza que me haga falta. Realmente heredé algo más que sus herramientas, heredé una pequeña parte de su conocimiento, de su arte y de su amor por su oficio.

           








   Y no puedo evitar sonreír al recordar cuando mi madre me tiraba el bocadillo de la merienda desde el tercer piso…, ¡aquello era genial…!.
   Pero todo ha cambiado, en aquella época había en la calle hasta tres carpinterías, una fundición, el horno del Tío Pepe, el tostadero de cafés Mijay, una fábrica de juguetes, una fábrica de curtidos de piel…, un montón de negocios de los que tan solo ha sobrevivido el taller del viejo ebanista, el taller que mi padre me donó y que casi permanece exactamente igual, pero aún más viejo, sin repintar, sin restaurar y, si cabe, con algunos rincones llenos de un polvo casi centenario, como un retrato de otros tiempos, de otras épocas en la que se vivía de otra manera, no se si peor o mejor, pero yo si la recuerdo como más viva y humana, con más comunicación y con más solidaridad entre los vecinos y puede que incluso con más libertad. 

   Puede que suene extraño, pero sé que en esos tiempos cualquier persona podía abrir un negocio con cierta rapidez y sin demasiados problemas. Hoy en día en impensable abrir una carpintería en el casco urbano o un horno, es tal el cúmulo de obstáculos y pagos que hay que realizar, es tal el número de burócratas y políticos apesebrados a los que alimentar con nuestro esfuerzo, son tantos los parásitos a lo que satisfacer que el tejido industrial de este país está condenado a la muerte, a la desaparición, a la extinción.
   Todo ha cambiado tanto, todo es tan distinto al otro lado de las puertas del taller que hay veces que me pregunto si vale la pena asomarse a la calle o si es mejor quedarme ahí dentro, en el taller, entre el serrín y los tablones de pino, enmedio de ese caos y de esa atmósfera en la que siento que, por lo menos, soy dueño de algo, aunque sea del polvo o del serrín y en la que aún hago las cosas a mi manera.


    El polvo posado con el paso del tiempo y la famosa silla roja, que lleva colgada décadas, creo que yo nunca la he bajado de ahí. Cuenta la leyenda familiar que mi madre nos dió de comer en esa silla alta, a los mis cuatro hermanas y a mi mismo.




sábado, 18 de febrero de 2012

HOY HACE UN AÑO QUE MURIÓ EL VIEJO EBANISTA.

El viejo ebanista y alguna de mis hermanas, esa pared del fondo repleta de plantillas es la misma que la de la foto de abajo, hecha por mi sobrina Anna. Una vieja foto impensable hoy en día. Mi madre criaba a sus hijas en la misma planta baja en la que papá trabajaba, aún en aquel corral alquilado. Unos años después, los dueños de la planta baja le propusieron que comprase la vivienda y un préstamo de mi abuela materna consiguió que hoy en día yo tenga un bajo donde poder ganarme la vida gracias al sacrificio de ellos, de papá y mamá.
Tres de mis hermanas posando sobre la Universal, una de esas máquinas que papá compró lleno de ilusión y valentía.
Imagino que mi abuela paterna Agueda, en la misma planta baja vivienda-carpinteria-hogar-taller.

Y hoy hace un año que falleció papá, el viejo ebanista que decidió establecerse en el corral de una planta baja, los propietarios se lo alquilaron y allí empezó a trabajar por su cuenta después de pasar años como aprendiz y después de trabajar en varias ebanisterías.
Y ahora visto así, en la distancia, descubro que papá fue un visionario. Fué capaz de creer en su proyecto cuando todo estaba en su contra, fué capaz de renunciar a la dependencia de las serrerías cuando en aquella época pocos talleres de carpintería tenían maquinaria propia. Compró máquinas ante el pasmo de los dueños de esas serrerías que le auguraban un fracaso estrepitoso, pero aprendió a manejarlas y a partir de ese momento se convirtió en un diminuto industrial que tan solo dependía de si mismo.
Con los años, llegó a contratar a varias personas, de hecho, uno de esos primeros aprendices me visita día si, día no, incluso a veces, si me pide un favor le digo:
- "Joder Pepe, coje lo que te haga falta y córtatelo tú mismo..." -entonces le observo en la sierra de cinta y me doy cuenta de que no ha perdido las maneras.
Y tengo la certeza de que papá trató dignamente a la gente que trabajó con él, seé que fue de los primeros industriales en dejar de trabajar los sábados; a papá le gustaba ir a pescar los sábados, le gustaba vivir.
Los años pasaban y nacimos mis cuatro hermanas y yo, por esa época decidió que los viernes se entraría a trabajar una hora antes y se terminaría a mediodía haciendo una hora más...., sus trabajadores disfrutaban de un fin de semana entero desde las tres de la tarde y papá, mamá y nosotros también.
Hoy hace un año que papá murió y hoy ha despertado un día fabuloso lleno de sol, de luz, de trinos y de vida.., aquí en las Tierras Altas, en el chalé que hizo y que disfrutó, incluso en sus últimos años.
Llegó a nadar en la piscina, a mantenerse a flote pese a las brutales secuelas del ictus, llegó a sonreír y tan sólo desfalleció un par de días antes de fallecer.
Recuerdo que estaba sentado junto a él, viendo un western de Burt Lancaster..., pero a papá ya no lo importaba el argumento, intuía que estaba llegando al final.