miércoles, 26 de septiembre de 2012

UN PRECIOSO Y EMOTIVO BORDADO EN CAÑAMAZO.



   
  Cuando entré en la tapicería y vi que los sofás ya no estaban, me sentí profundamente abatido y, de nuevo, la tristeza y el pesar brotaron desde mi corazón. Casi pude sentir como todas las ideas que ya tenía pensadas para el post ardían como en una mezquina quema de libros.
   Deseaba escribir sobre esas dos piezas que albergaban una belleza clasica, la elegancia de unas lineas derivadas del Chesterfield, de ese icono del que tanto hemos hablado.
   Pero a veces parece que los tapiceros dejan de ver o de sentir con intensidad esa belleza, el mundo colorista y el universo de texturas y tactos que ofrecen las telas y las pieles…, puede que porque conviven con ellas durante toda su vida, pero yo no he trascendido aún, quizás porque no soy tapicero.
   Soy esqueletero y paso mis días entre serrín y virutas, puedo contemplar la belleza de las vetas o de mis propios armazones, la armonía de algunos modelos pero nada más. Por eso, cuando visito a mis clientes y descubro algunas de esas piezas, me gusta contemplarlas y admirarlas, reconocerles el trabajo, hacerles fotografías y gozar con la belleza que crean con sus manos.
   Pero en la tapicería ya no estaban los sofás y el post ardía dolorosamente, incluso antes de ser escrito; estuve a punto de salir de allí, de volver a montarme sobre Duna y acelerar entre las calles de Valencia hasta salir de la ciudad, como intentando escapar de la soledad y de la incomprensión. Pero mientras me tragaba la pena y la angustia, aún pude descubrir un precioso bordado que me hizo sonreír, algo verdaderamente hermoso y cargado de vida, un cañamazo en el que una anciana de 85 años había tejido unos rosetones, verdaderamente conmovedores.




 Con ellos, estaban tapizando un par de silloncitos isabelinos que parecían sonreír al ir siendo vestidos con la ropa que la mujer había bordado para ellos, como cuando mi madre cosía la ropa para mi y mis cuatro hermanas.


 
  Recuerdo aquella visión tantas veces repetida, cuando llegaba del colegio por la tarde. Mi madre y sus amigas invadían el comedor de la casa y sobre la mesa esparcían los patrones de la revista Burda. Esos folios dobles albergaban miles y miles de rayas multicolores y de allí, de entre ese caos de líneas, salían los patrones de las prendas que después mi madre era capaz de confeccionar con habilidad y gusto…,casi, casi lo mismo que hacía el tapicero con esos silloncitos que parecían sonreír y que se dejaban hacer como cuando nuestras madres nos vestían y tomaban nuestras manos para guiarlas con cariño y delicadeza entre las mangas, después nos contemplaban, sonreían y nos daban un beso en la frente o nos estrujaban contra su pecho.

sábado, 22 de septiembre de 2012

MI TALLER, LA VIEJA CARPINTERIA, MIS RECUERDOS.



     El pestillito de la cancela.

Las viejas puertas del taller.

    Las escuadras,
 la más grande perteneció a mi abuelo, 
al que nunca conocí.



     No sé cual es la razón, pero en mi casa nunca se llamó carpintería a la carpintería de mi padre, siempre fue el taller; de hecho cuando alguien se refería al taller como carpintería a mi me extrañaba.
    Yo mismo decía, con nueve o diez años, "me bajo al taller…", y por aquellos años me encontraba con montones de esqueletos de sofás y de butacas apiladas hasta el techo, tan solo quedaba un estrecho pasillo por el que pasar, mientras sus trabajadores, montaban los armazones, apretaban gatos o se gastaban bromas entre ellos que yo no entendía.

   Algunas tardes me dedicaba a recoger los restos de madera en un basquet y los llevaba al horno del tío Pepe, que estaba en la misma calle y en la misma acera. Era un horno que aún se alimentaba de leña y que siempre parecía estar encendido, como si siempre quedasen rescoldos allí dentro, al otro lado de la portezuela de forja, desde la que a veces se veían los destellos de las llamas. Cuando llegaba con mi basquet cargado de leña me esperaba el tío Pepe, siempre apoyado en su muleta y siempre con su piel como tiznada por la harina que escapaba de las masas y que quedaba flotando en el local, que parecía impregnar la atmósfera y la piel de los que allí trabajaban.

             Y ya en el peculiar universo del despacho.........


     Retrato de mi madre hecho por papá.


Facturas de mi padre que jamás logró cobrar.

Un viejo plano de Valencia.


  Cañas de pescar "al amot" 
     que mi padre hacía con las cañas 
                   que crecían en las orilla del Turia,             
        muy cerquita del taller.

   En aquella época todos los talleres
   tenían a sus musas ligeras de ropa,
 decorando las paredes..., 
en este caso, en las del despacho.


  A veces, mientras esperaba a que me diesen la propina por la madera, entraba alguna mujer con una cazuela de arroz al horno o con alguna calabaza. El tío Pepe, metía las cazuelas en el horno y con la afilada pala las colocaba dentro de aquel hogar siempre caliente y que lo mismo cocía el pan que bandejas con rodajas de patata aliñadas con aceite y pimentón rojo.
   Pero en mi calle ya no queda nada de aquellas vivencias, el horno ya no está y ahora las mujeres bajan a la casa de las comidas para comprar raciones de arroz al horno o de paella, el pan y su masa química, se cuece en hornos industriales alimentados con fuel, los niños no saben lo que es la madera y esos mismos niños meriendan bollería industrial.

  Las gubias y formones que heredé de Serafín, el viejo tornero que me enseñó a tornear cuando se jubiló y papá le compró el torno. Aprendí lo básico y hoy por hoy soy capaz de tornear cualquier pieza que me haga falta. Realmente heredé algo más que sus herramientas, heredé una pequeña parte de su conocimiento, de su arte y de su amor por su oficio.

           








   Y no puedo evitar sonreír al recordar cuando mi madre me tiraba el bocadillo de la merienda desde el tercer piso…, ¡aquello era genial…!.
   Pero todo ha cambiado, en aquella época había en la calle hasta tres carpinterías, una fundición, el horno del Tío Pepe, el tostadero de cafés Mijay, una fábrica de juguetes, una fábrica de curtidos de piel…, un montón de negocios de los que tan solo ha sobrevivido el taller del viejo ebanista, el taller que mi padre me donó y que casi permanece exactamente igual, pero aún más viejo, sin repintar, sin restaurar y, si cabe, con algunos rincones llenos de un polvo casi centenario, como un retrato de otros tiempos, de otras épocas en la que se vivía de otra manera, no se si peor o mejor, pero yo si la recuerdo como más viva y humana, con más comunicación y con más solidaridad entre los vecinos y puede que incluso con más libertad. 

   Puede que suene extraño, pero sé que en esos tiempos cualquier persona podía abrir un negocio con cierta rapidez y sin demasiados problemas. Hoy en día en impensable abrir una carpintería en el casco urbano o un horno, es tal el cúmulo de obstáculos y pagos que hay que realizar, es tal el número de burócratas y políticos apesebrados a los que alimentar con nuestro esfuerzo, son tantos los parásitos a lo que satisfacer que el tejido industrial de este país está condenado a la muerte, a la desaparición, a la extinción.
   Todo ha cambiado tanto, todo es tan distinto al otro lado de las puertas del taller que hay veces que me pregunto si vale la pena asomarse a la calle o si es mejor quedarme ahí dentro, en el taller, entre el serrín y los tablones de pino, enmedio de ese caos y de esa atmósfera en la que siento que, por lo menos, soy dueño de algo, aunque sea del polvo o del serrín y en la que aún hago las cosas a mi manera.


    El polvo posado con el paso del tiempo y la famosa silla roja, que lleva colgada décadas, creo que yo nunca la he bajado de ahí. Cuenta la leyenda familiar que mi madre nos dió de comer en esa silla alta, a los mis cuatro hermanas y a mi mismo.




viernes, 14 de septiembre de 2012

CABECERO TAPIZADO CON OREJAS.

Montar sobre Duna se ha convertido en un placer. Rodar plácidamente, envuelto en el sonido del bicilíndrico y sintiendo como mis neuronas se estimulan, se ha convertido en un placer. Utilizar mis manos y pies para cambiar de marcha, para frenar, para acelerar y para embragar, se ha convertido en un placer, igual que ver a Vicente, uno de los oficiales de Juan Vicente Comes, claveteando las tachuelas o chinchetas, aprisionando la piel de la silla contra la madera y pasando a menos de un milímetro de la madera pulimentada; ése es otro placer que no me canso de contemplar y de gozar.


- Vicente, éso que estas haciendo, seguro que le gusta a Pedro –anuncia Rafa, el otro mítico oficial de Juan, mientras remata un preciosa y coqueta butaquita bautizada con el nombre de la primera mujer, Eva.

Pero Vicente ve normal clavetear sin proteger la franja de haya pulimentada; lleva muchos años haciéndolo y miles de chinchetas clavadas, pero a mi me da igual y sigo observándole hasta que decido acercarme al cabecero con orejas que le serví a mediados de julio.

Lo observo y me invade el desánimo. La tela de un verde oscuro no me gusta nada, es sosa y de un tacto estéril y frío. Quizás había puesto demasiadas expectativas en esta pieza, pero es un cabecero hecho al gusto del cliente, hecho a medida de sus deseos y tapizado con la tela elegida por él. Pensar así me hace sonreír y le saco unas cuantas fotos, realmente aún no está terminado, pero ya se puede ver como quedará.


- Bueno, Pedro, ¿ y la novela qué…?, ¿cuándo la acabas…? –me pregunta Rafa.
- Me queda poco; este otoño tengo que terminarla.