jueves, 29 de noviembre de 2012

TORNEANDO LA SPUTNIK.


 A veces veo imagenes que me sugieren otras, lo curioso es que esa segunda imagen llega a resultar obsesiva y cohabita con la visión real. Algo así me pasó cuando me encontré con estas banquetas entre las paginas de Casa Viva, enseguida me imaginé al mítico satélite ruso, creo que el primero que orbitó alrededor de nuestro hermoso Planeta Azul  y, desde entonces, siempre que recordaba esta banqueta, asociaba impepinablemente la imagen de esa esfera de la que partían cuatro antenas como la cola de un cometa, pero muy finas, como bastoncillos y creo que éso me ha inspirado para hacer mi versión de esta banqueta que también es mesa si le das la vuelta a la tapa.


   Explorando la superficie de Jupiter con el compás.


  Ayer por la tarde empecé con ella, me puse el mandil azul para empezar a tornear las patas, para hacer las antenas..., y me pasó algo curioso, me sentí como más esqueletero, como más profesional y, poco a poco, fuí dando forma, entre las gubias y entre los dientes de las fresas y de la sierra de cinta, a los tablones de haya, hasta que la Sputnik quedó lista para hacerla orbitar entre mis clientes.


                    Y aquí veo a Jupiter y a su eterna tormenta, ahí abajo, a la derecha.




sábado, 22 de septiembre de 2012

MI TALLER, LA VIEJA CARPINTERIA, MIS RECUERDOS.



     El pestillito de la cancela.

Las viejas puertas del taller.

    Las escuadras,
 la más grande perteneció a mi abuelo, 
al que nunca conocí.



     No sé cual es la razón, pero en mi casa nunca se llamó carpintería a la carpintería de mi padre, siempre fue el taller; de hecho cuando alguien se refería al taller como carpintería a mi me extrañaba.
    Yo mismo decía, con nueve o diez años, "me bajo al taller…", y por aquellos años me encontraba con montones de esqueletos de sofás y de butacas apiladas hasta el techo, tan solo quedaba un estrecho pasillo por el que pasar, mientras sus trabajadores, montaban los armazones, apretaban gatos o se gastaban bromas entre ellos que yo no entendía.

   Algunas tardes me dedicaba a recoger los restos de madera en un basquet y los llevaba al horno del tío Pepe, que estaba en la misma calle y en la misma acera. Era un horno que aún se alimentaba de leña y que siempre parecía estar encendido, como si siempre quedasen rescoldos allí dentro, al otro lado de la portezuela de forja, desde la que a veces se veían los destellos de las llamas. Cuando llegaba con mi basquet cargado de leña me esperaba el tío Pepe, siempre apoyado en su muleta y siempre con su piel como tiznada por la harina que escapaba de las masas y que quedaba flotando en el local, que parecía impregnar la atmósfera y la piel de los que allí trabajaban.

             Y ya en el peculiar universo del despacho.........


     Retrato de mi madre hecho por papá.


Facturas de mi padre que jamás logró cobrar.

Un viejo plano de Valencia.


  Cañas de pescar "al amot" 
     que mi padre hacía con las cañas 
                   que crecían en las orilla del Turia,             
        muy cerquita del taller.

   En aquella época todos los talleres
   tenían a sus musas ligeras de ropa,
 decorando las paredes..., 
en este caso, en las del despacho.


  A veces, mientras esperaba a que me diesen la propina por la madera, entraba alguna mujer con una cazuela de arroz al horno o con alguna calabaza. El tío Pepe, metía las cazuelas en el horno y con la afilada pala las colocaba dentro de aquel hogar siempre caliente y que lo mismo cocía el pan que bandejas con rodajas de patata aliñadas con aceite y pimentón rojo.
   Pero en mi calle ya no queda nada de aquellas vivencias, el horno ya no está y ahora las mujeres bajan a la casa de las comidas para comprar raciones de arroz al horno o de paella, el pan y su masa química, se cuece en hornos industriales alimentados con fuel, los niños no saben lo que es la madera y esos mismos niños meriendan bollería industrial.

  Las gubias y formones que heredé de Serafín, el viejo tornero que me enseñó a tornear cuando se jubiló y papá le compró el torno. Aprendí lo básico y hoy por hoy soy capaz de tornear cualquier pieza que me haga falta. Realmente heredé algo más que sus herramientas, heredé una pequeña parte de su conocimiento, de su arte y de su amor por su oficio.

           








   Y no puedo evitar sonreír al recordar cuando mi madre me tiraba el bocadillo de la merienda desde el tercer piso…, ¡aquello era genial…!.
   Pero todo ha cambiado, en aquella época había en la calle hasta tres carpinterías, una fundición, el horno del Tío Pepe, el tostadero de cafés Mijay, una fábrica de juguetes, una fábrica de curtidos de piel…, un montón de negocios de los que tan solo ha sobrevivido el taller del viejo ebanista, el taller que mi padre me donó y que casi permanece exactamente igual, pero aún más viejo, sin repintar, sin restaurar y, si cabe, con algunos rincones llenos de un polvo casi centenario, como un retrato de otros tiempos, de otras épocas en la que se vivía de otra manera, no se si peor o mejor, pero yo si la recuerdo como más viva y humana, con más comunicación y con más solidaridad entre los vecinos y puede que incluso con más libertad. 

   Puede que suene extraño, pero sé que en esos tiempos cualquier persona podía abrir un negocio con cierta rapidez y sin demasiados problemas. Hoy en día en impensable abrir una carpintería en el casco urbano o un horno, es tal el cúmulo de obstáculos y pagos que hay que realizar, es tal el número de burócratas y políticos apesebrados a los que alimentar con nuestro esfuerzo, son tantos los parásitos a lo que satisfacer que el tejido industrial de este país está condenado a la muerte, a la desaparición, a la extinción.
   Todo ha cambiado tanto, todo es tan distinto al otro lado de las puertas del taller que hay veces que me pregunto si vale la pena asomarse a la calle o si es mejor quedarme ahí dentro, en el taller, entre el serrín y los tablones de pino, enmedio de ese caos y de esa atmósfera en la que siento que, por lo menos, soy dueño de algo, aunque sea del polvo o del serrín y en la que aún hago las cosas a mi manera.


    El polvo posado con el paso del tiempo y la famosa silla roja, que lleva colgada décadas, creo que yo nunca la he bajado de ahí. Cuenta la leyenda familiar que mi madre nos dió de comer en esa silla alta, a los mis cuatro hermanas y a mi mismo.




jueves, 23 de febrero de 2012

JAIME FABRA, NACIDO EBANISTA.

Visito a Jaime Fabra en su ebanistería de la Pobla de Vallbona y lo descubro troceando las barras traseras de un lote de sillas.
- "¡Hombre, Pedro...!" -me saluda.
Le pregunto por Juana, su mujer, y añade:
- "Mírala, allí está en la replantilladora".
La oportunidad de ver a Juana manejando la máquina, me ilusiona tanto que dejo a Jaime con la palabra en la boca y corro hacia la replantilladora. Y allí encuentro a Juana, concentrada, atenta, seria y fijando con precisión una nueva barra.

Sonrío satisfecho, como si yo fuese el empresario y ella la mejor oficial de la ebanistería. Sigo observándola y deduzco que Juana es fundamental en la vida de Jaime. Los dos forman un equipo coordinado, afectuoso, compenetrado. Ella está ahí, en la oficina o encolando sillas, conduciendo la furgoneta o comprobando las cuentas, manejando la replantilladora o el ordenador, anotando los pedidos, contrastando datos..., ella está ahí.
Charlo un rato con Juana y le digo que me voy a perder por la nave a tirar fotos.
- "Pero a mi no me saques ninguna..." -ruega un instante antes de que le saque dos fotos.
Y en la nave descubro un rostro que me mira serio y lleno de vida.

Descubro un auténtico cosmos, un auténtico océano de plantillas,  modelos,  tallas, torneados. Allá donde miro descubro maravillas surgidas de la mano de Jaime, me encuentro con maderas nobles, con incrustaciones de ébano o nácar, de caoba o nogal. Descubro los deseos hechos realidad de dibujantes y diseñadores. Ellos saben que Jaime creará lo que  han imaginado, por difícil que sea, por complejo o complicado que sea el diseño.
Casi como un Dios, mi amigo y sus oficiales van dando forma a cualquier capricho, a cualquier mueble, a cualquier deseo por delirante que sea.

Juana y Jaime me acompañan al altillo para darme unas explicaciones, tengo que hacerles un sofá del que no tengo plantillas. Allí arriba, se acumulan decenas de muestras y de restos de series y más plantillaje, más modelaje, cientos de modelos.


Algo difícil de ver hoy en día, un tallista trabajando con las gubias y la pequeña maza y junto a él las manos del calador.

Y junto a él, la pieza ya calada, recortada, perfilada..., esperando el pulimento o el pan de oro, un tono caoba o un plata.
Antes de marcharme entramos en el despacho y nos relajamos un poco, Jaime me confiesa que está cansado, demasiada presión mental, demasiada tensión ante el pedido de su mejor cliente. Un encargo complejo y compuesto de varias docenas de piezas, cada una de distinto diseño y, de nuevo, repleto de tallas,  molduras,  fresados, dorados.
Un reto que pone a prueba Jaime, a Juana y a sus oficiales..., pero que gravita entorno a él y a sus decisiones, a sus conocimientos, a su experiencia, a su intuicion, a su memoria capaz de recordar un modelo que fabricó hace siete años y que ni siquiera estaba ya en el banco de datos del cliente.
Sonrío y trato de explicarle a Jaime porque es capaz de recordar aquel modelo.
- "Por las horas que dedicaste a él, por las preocupaciones que te causó, por el tiempo y la concentración que te supuso...., pero lo más cachondo es cuando viene el cliente, lo mira y dice "pues no me acaba de gustar....".
Jaime sonríe cabeceando.
- "Así es, Pedro, así es".