El pestillito de la cancela.
Las viejas puertas del taller.
Las escuadras,
la más grande perteneció a mi abuelo,
al que nunca conocí.
No sé cual es la razón, pero en mi casa
nunca se llamó carpintería a la carpintería de mi padre, siempre fue el taller;
de hecho cuando alguien se refería al taller como carpintería a mi me
extrañaba.
Yo mismo decía, con nueve o diez años, "me
bajo al taller…", y por aquellos años me encontraba con montones de esqueletos
de sofás y de butacas apiladas hasta el techo, tan solo quedaba un estrecho
pasillo por el que pasar, mientras sus trabajadores, montaban los armazones,
apretaban gatos o se gastaban bromas entre ellos que yo no entendía.
Algunas tardes me dedicaba a recoger los restos de madera en un basquet
y los llevaba al horno del tío Pepe, que estaba en la misma calle y en la misma
acera. Era un horno que aún se alimentaba de leña y que siempre parecía
estar encendido, como si siempre quedasen rescoldos allí dentro, al otro lado
de la portezuela de forja, desde la que a veces se veían los destellos de las
llamas. Cuando llegaba con mi basquet cargado de leña me esperaba el tío Pepe,
siempre apoyado en su muleta y siempre con su piel como tiznada por la harina
que escapaba de las masas y que quedaba flotando en el local, que parecía
impregnar la atmósfera y la piel de los que allí trabajaban.
Y ya en el peculiar universo del despacho.........
Retrato de mi madre hecho por papá.
Facturas de mi padre que jamás logró cobrar.
Un viejo plano de Valencia.
Cañas de pescar "al amot"
que mi padre hacía con las cañas
que crecían en las orilla del Turia,
muy cerquita del taller.
En aquella época todos los talleres
tenían a sus musas ligeras de ropa,
decorando las paredes...,
en este caso, en las del despacho.
A veces,
mientras esperaba a que me diesen la propina por la madera, entraba alguna
mujer con una cazuela de arroz al horno o con alguna calabaza. El tío Pepe,
metía las cazuelas en el horno y con la afilada pala las colocaba dentro de
aquel hogar siempre caliente y que lo mismo cocía el pan que bandejas con
rodajas de patata aliñadas con aceite y pimentón rojo.
Pero en mi calle ya no queda nada de aquellas vivencias, el horno ya no
está y ahora las mujeres bajan a la casa de las comidas para comprar raciones
de arroz al horno o de paella, el pan y su masa química, se cuece en hornos
industriales alimentados con fuel, los niños no saben lo que es la madera y
esos mismos niños meriendan bollería industrial.
Las gubias y formones que heredé de Serafín, el viejo tornero que me enseñó a tornear cuando se jubiló y papá le compró el torno. Aprendí lo básico y hoy por hoy soy capaz de tornear cualquier pieza que me haga falta. Realmente heredé algo más que sus herramientas, heredé una pequeña parte de su conocimiento, de su arte y de su amor por su oficio.
Y no puedo evitar sonreír al recordar cuando mi madre me tiraba el
bocadillo de la merienda desde el tercer piso…, ¡aquello era genial…!.
Pero todo ha cambiado, en aquella época había en la calle hasta tres
carpinterías, una fundición, el horno del Tío Pepe, el tostadero de cafés Mijay,
una fábrica de juguetes, una fábrica de curtidos de piel…, un montón de
negocios de los que tan solo ha sobrevivido el taller del viejo ebanista, el
taller que mi padre me donó y que casi permanece exactamente igual, pero aún
más viejo, sin repintar, sin restaurar y, si cabe, con algunos rincones llenos
de un polvo casi centenario, como un retrato de otros tiempos, de otras épocas
en la que se vivía de otra manera, no se si peor o mejor, pero yo si la
recuerdo como más viva y humana, con más comunicación y con más solidaridad
entre los vecinos y puede que incluso con más libertad.

Puede que suene extraño, pero sé que en esos tiempos cualquier persona
podía abrir un negocio con cierta rapidez y sin demasiados problemas. Hoy en
día en impensable abrir una carpintería en el casco urbano o un horno, es tal
el cúmulo de obstáculos y pagos que hay que realizar, es tal el número de
burócratas y políticos apesebrados a los que alimentar con nuestro esfuerzo,
son tantos los parásitos a lo que satisfacer que el tejido industrial de este
país está condenado a la muerte, a la desaparición, a la extinción.
Todo ha cambiado tanto, todo es tan distinto al otro lado de las puertas
del taller que hay veces que me pregunto si vale la pena asomarse a la calle o
si es mejor quedarme ahí dentro, en el taller, entre el serrín y los tablones
de pino, enmedio de ese caos y de esa atmósfera en la que siento que, por lo
menos, soy dueño de algo, aunque sea del polvo o del serrín y en la que aún hago
las cosas a mi manera.
El polvo posado con el paso del tiempo y la famosa silla roja, que lleva colgada décadas, creo que yo nunca la he bajado de ahí. Cuenta la leyenda familiar que mi madre nos dió de comer en esa silla alta, a los mis cuatro hermanas y a mi mismo.