
Duna va remontando el puente sobre las vías que confluyen, desde toda España, en la Estación del Norte. Rodamos tranquilos tras un turismo de autoescuela y, después, me desvío a la derecha, buscando el número 62 de la calle Bernat Descoll de Valencia, buscando la tapicería de Miguel María March. No es un cliente nuevo, pero la verdad es que nunca le he visitado, por éso, Duna y yo, titubeamos y hasta nos subimos a la acera, sorteando las sillas y las mesas de un bar hasta parar frente a Tapicería y Decoración, el pequeño taller artesano de Miguel.
Lo descubro concentrado y midiendo la enorme media luna del esqueletaje que monté hace unos días.



Creo que se sorprende, aunque me ha llamado él para decirme que ya estaba trabajando en el sofá. Se asoma y no puede evitar rozar con sus manos de tapicero el sillín de Duna.
- Tu sobrino te tapizó bien el asiento.
- También la pintó.
Durante unos momentos los dos miramos, como dos chiquillos, a la 535 y después entramos en el bajo donde el sofá, de casi tres metros, ocupa gran parte del local, que parece empequeñecer aún más a medida que las telas y las gomas van rellenando el armazón.



Hablamos de aquellos tiempos y Miguel me confiesa que él empezó a trabajar, a tapizar, con tan sólo 12 años. Su abuela alquiló el patio trasero de su casa a un tapicero y Miguel deambulaba por allí como cualquier crío de aquella época, hasta que un día aquel hombre le preguntó.
- Chaval..., ¿quieres trabajar aquí, quieres ayudarme....?.
Fue la primera vez que Miguel se sentó en la típica banqueta de tapicero, ésa que aún conserva en su tapicería, aunque en los tiempos actuales se tapiza sobre mesas de trabajo neumáticas o hidráulicas, que pueden subir y bajar para que los oficiales trabajen en condiciones óptimas, pero en aquella época se tapizaba sentado, casi a ras de suelo, de la misma forma que se clavaban a golpe de martillo, tachas o gabarrotes sujetados entre los dientes.


- A los 19 años me fuí a trabajar a la tapicería de Enrique Miller y a los 30 ya me establecí por mi cuenta...., hasta ahora..., por cierto, esa caja de herramientas era del tío Miller.




La historia de Miguel María me es muy familiar, mi padre también empezó a trabajar a los 13 años, también alquiló el patio trasero de una planta baja para establecerse..., ya sabéis, la misma planta baja en la que sigo trabajando. Es la historia de aquellas generaciones de las que ya he hablado alguna vez, de aquellos niños que aprendían los oficios mamándolos desde su esencia, a la vera de oficiales que poco sabían de técnicas pedagógicas pero que eran capaces de formar a esos niños, de darles un porvenir y la oportunidad de ganarse la vida por ellos mismos, con sus manos y con su gusto.
Le escucho con atención, tiro algunas fotos y me despido de Miguel. En la avenida vuelvo a ponerme detrás de un coche de autoescuela y no puedo evitar pensar en quién esté al volante, posiblemente, sea alguien joven, alguien que está aprendiendo a conducir, a vivir, a asomarse al mundo..., de una manera distinta a como lo hacían aquellos críos que, de un día para otro, se veían con un martillo en la mano y un montón de gabarrotes entre los dientes de leche.
Y aquel zagal que aprendió el oficio, en casa de su abuela, sigue tapizando y respondiendo al móvil 630347211.