
Llevaba semanas dejando de lado este encargo, realmente, huyendo de él, pero Miguel María, el tapicero, me llamó para decirme que la tela ya había llegado. Suspiré y dejé de escapar, dejé de andar hacia atrás y desplegué el papel que Miguel me había traído como única plantilla; realmente era el perfil curvado de la pared ante la que se colocaría el sofacito de 2.70 metros, a la vez que representaba el volúmen que debería ocupar el sofá ya tapizado.

Con calma planteé el esqueletaje sobre el papel y, después, tracé las dos dogas, las dos piezas curvas que darían forma a la parte delantera y a la trasera, las rectifiqué para que fuesen simétricas, después las recorté y empecé a marcar en los tablones..., como siempre.



A las pocas horas las dogas ya no eran de papel, eran de pino y se iban ensamblando unas con otras, iban creando esas líneas curvas, ese giro contínuo que terminaba en las consolas o reposabrazos de estética clásica, redondos y elegantes.





Y ya por fin terminado, ya por fin liberado de esa angustia de enfrentarte a un sofá curvo sin más referencia que ese papelote marrón y mudo que a su lado parece observar, como un gigantesco paramecio, el esqueletaje, sorprendido ante el tamaño de ese otro congénere unicelular, igual de grande que él pero con formas y volúmenes, con curvas y arcos.


