Zenia, así le bautizan, así me lo piden. Planos que hablan de un sofá de sinuoso clasicismo protagonizado por un copete que pasa por una boa sesteando entre selvaticas ramas, que pasa por el tramo de una montaña rusa sin railes, pero igual de vertiginosa y que termina virando, escorándose contra el brazo que se vence hacia la voluta en picado, es un tobogán que a veces sube y otras baja, todo depende de que imaginen los ojos del observador.
Me gustan las luces del taller cuando anochece, quizás porque en medio de esa soledad me siento mas cercano al Zenia, a todo esqueletaje que se resiste y que me obliga a usar la imaginación, a tirar de los conocimientos que poco a poco voy acumulando. A todo esqueletaje que renuncia de las líneas rectas y que se divierte retorciéndose, retando a las vetas de la madera, a las líneas de fuerza, retando al esqueletero que debe ver volúmenes ahí donde hay un papel plano, sin relieves, sin vistas en tres dimensiones.
Sonrío observando el Zenia y siento ese extraño gozo, ese placer que no se puede compartir porque nace desde los vericuetos de una mente que empieza a ver su taller de esqueletaje como centro de su universo, solo compartido con los pinares de la sierra Calderona.
Fuera anochece y llovizna de vez en vez, las farolas derraman su luz y las gotas de agua se iluminan fugazmente, cuando atraviesan su haz, después se estrellan en la calle y convierten el asfalto en una lamina negra de charol efímero.
El Zenia y su boa se retuercen, la serpiente adquiere forma de sonrisa y el esqueletero le devuelve el gesto.
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