Los pinos son casi como los hombres, crecen juntos pero son distintos
entre si, algunos crecen en las umbrías, otros en las solanas. Unos soportan
los vientos y otros viven en vertientes más relajadas o, simplemente, guarecidos
entre el mismo pinar. Sus raíces se extienden bajo tierra, reptan a oscuras
durante cien años y van alimentando a
esos troncos que, al final, llegan a mis manos, desde las Landas francesas, ya
aserrados y en forma de tablones que contemplo como a una legión de soldados
mudos, fieles y entregados a mi voluntad.
Están ahí y parece que me miran, yo también los miro y pensaba en ellos
hace unas noches, me preguntaba que pasaría el día en el que no tuviese dinero
para comprarlos y tantas preguntas me hacía que tardé en dormirme.
Pero a la mañana siguiente ellos
seguían ahí, unos contra los otros, nobles y esperando a mis manos y a los
dientes de la sierra, realmente no le tenían miedo, los tablones sabían que ése
era su destino desde el momento en el que homo
descubrió que podía hurgar en la tierra con unas de esas ramas desgajadas con
forma de punta, desde que descubrió que podía controlar el fuego con la madera
o desde que mató su primera presa con una lanza.
Siempre tengo una mirada amiga para ellos y, normalmente, observo sus
vetas, sus texturas y me atrevo a predecir como se comportarán, que pasará
cuando empiece a aserrarlos, como doblarán, como garcearán o como se revirarán y si
serán rebeldes o dóciles, si se dejarán hacer como hacemos nosotros entre los
susurros y los besos de las personas a las que amamos. Nos dejamos amar, tocar
y besar, acariciar y oler entre sonrisas y escalofríos, cruzando nuestras
miradas completamente desnudos y entregados.
Y el tablón se deja hacer con la sierra, se deja trepar y cepillar. Se
deja medir, mientras mis ojos se deleitan con su cuerpo limpio de nudos, recto
y noble, como la más olorosa de las especias, como canela fina, como el cuerpo más hermoso.
No se queja y se deja recortar, taladrar y encolar, se deja apretar por
los gatos y que la pistola neumática atraviese sus vetas con las enormes
grapas, se deja atravesar como un crucificado que después muestra otra cara,
otra faz, casi como una sonrisa en forma de un
sencillo esqueletaje, en forma de un sofá anónimo y sin nombre que nunca
será un icono de la decoración, que nunca será famoso, pero que se dejará
tapizar y vestir para reposar en algún salón, en alguna habitación, ya lejos
de los bosques que le dieron la vida y de las brumas, de las lluvias y del sol de la primavera, de
esa Naturaleza que le dió un alma pura y hermosa…, mientras fuera del taller,
anochece y llueve.