El Papa Bear lo vió todo, me vió inclinado sobre los planos, cortando con las tijeras, dudando, observando. Me vio alejarme hasta la sierra de cinta y también vio a Ángela Ferrer cuando entró en el viejo taller de esqueletaje y me sorprendió excitado, encolando las orejas del curioso sillón de aires antropomorfos que me habían encargado. Una pieza que me recordaba al sillón de Freud y a los despachos de primeros de siglo en los que predominaba la caoba, el nogal y el cuero rojizo o verdoso.
Y el Papa Bear me sigue observando cuando termino de montar la banqueta a juego del sillón desconocido. Alzo la vista y lo veo observándome, llego a creer que está vivo y que no estoy solo en el taller, incluso cuando cierro los ojos veo sillones, veo formas, a veces imágenes que no me gustan, entonces adelanto la mano y trato de corregir las plantillas, o me angustio porque lo que veo no me gusta. Veo sillones incluso reflejados en los coches, o proyectando sombras, veo esqueletajes proyectados sobre mis parpados cerrados y el resto se difumina.
Los miro y me entretengo observando la diferencia de los estilos, las curvas del sillón desconocido y las peculiares proporciones del Papa Bear, apenas curvas pero transmiten la sensación de escape, de huida de esas líneas rectas que parecen vivas, que incluso me hipnotizan y de nuevo llenan mi visión y mi mente... el resto se difumina.
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